| Los ocho conjurados
      entran uno a uno al Capitolio. Sus puñalesbien escondidos entre los pliegues de las togas, se acercan, como una
      honorable
 horda de gatos hacia César que está en pie de espaldas a ellos.
 Súbitamente gira el emperador romano, de golpe, con
      ligereza de bailarín.Observa a la horda de conjurados con mirada fría burlona.
 Conoce bien la historia de Roma. Ha leído también
 las obras de Shakespeare en una ocasión o en otra. Y sobre todo conoce
 demasiado bien juegos como éste.
 Con un gesto rápido como el relámpago saca una espada de
      samurai de entrelos pliegues de su cesárea toga, y con un gemido guerrero japonés se introduce
 dentro del distinguido grupo cual torpedo viviente. '¡Tú!"
 (mandoble) "¡y tú!" (mandoble) "¡y tú!" "¡y
      tú!"
 "¡y tú!" "¡y tú!" "¡y tú!"
 Finalmente se para frente a Bruto. Primer plano. Los
      ojosdel conjurado a quien amaba son duros. No hay en ellos ni sombra de
      piedad.
 Hace girar el puñal en su mano, como envidador veterano
 en el umbral de su destrucción.
 Una ligera nube de fatiga tigresca cubre por un instante
      el rostrode César, cuando se acerca a Bruto con paso leve.
 Pero sus ojos que han visto más que todo, están vacíos de toda piedad.
 Un sonido de gong. La fatiga tigresca se borra de la
      cara de César.Arquea las cejas (como el arco de Tito, por ejemplo). Alza la mano.
 Bruto retrocede. César ataca. Flamenco."¡También tú, Bruto!" anuncia,
 mientras la espada de samurai convierte a Porcia en viuda.
 
                                                                                                                  [David Avidán] |