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[Gabriel Celaya]

 

 

Lugar geomántico
A Blas de Otero
¡Oh noche!

Ritual del colectivo

 

 

 

 

 Lugar geomántico
(Variación combinada sobre Po-Chuyi y Chen-Chijú)

 

 


En Lushan todo ondula,
las montañas y el río.
Allí pensé en mi casa
con mis ideas curvas,
y allí la planeé
de acuerdo con el sitio,
los cálculos Fong Chouei
y los astros propicios.
Tras la puerta, un sendero,
entre cientos, sinuoso.
En el tercer recodo,
habrá una mampara.
La mampara será
como debe, pequeña.
Detrás de la mampara
habrá un gran terraza.
La terraza estará
nivelada y florida.
Las flores serán vivas,
y detrás habrá un muro.
Junto al muro habrá un pino
que deberá ser viejo.
Al pie del pino habrá
rocas irregulares.
Habrá lomas dulces,
y en una, un pabellón.
Habrá en el pabellón
bambús y lotos blancos,
y tras el pabellón,
sendas ramificadas.
Al final habrá un puente.
El puente será curvo.
Tras de pasar el puente,
se llegará a la casa,
y la casa será de madera, y cuadrada.
Tendrá tres cuartos juntos
y otros dos separados.
Cada uno de los cinco
tendrá cuatro ventanas.
La puerta que da al Norte
deberá ser ancha
para que deje entrar
brisa fresca en verano.
En el Sur, el tejado
estará retirado
para que en el invierno
llegue el sol hasta dentro.
Todo lo he calculado
pues todo es importante.
La madera estará
sin pintar, seca y clara;
los muros sin la carga
de cal, yeso y afeites.
Las mamparas serán
de bambú, las cortinas
de lino, las ventanas
de papel, la escalera
de piedra bien labrada.
Los muebles, muy ligeros.
Sonarán las cascadas
y el arroyo del Tigre,
y en los pinos, el viento,
y en mi silencio, el cielo.

El día veintisiete
de marzo, terminada
mi casa, yo invité
a dieciséis amigos.
Tomamos fruta, té,
vino del Sur y arroz.
La luna se mostraba
llena de su belleza.
Todo era luminoso,
y extático, y vacío,
tan raro y tan exacto
que casi daba miedo:
El mismísimo miedo
que yo sentí en mis dentros.
Nadie sabía nada
pero nos parecía
que todo estaba claro
y entendíamos todo,
desde dentro del orden
geomántico, exacto,
de la ley del paisaje
que tanto he calculado
y hoy hace tan felices
a todos mis amigos
que, sin saber, se sienten
en su armónico puesto,
como yo cuando bebo
de noche, y estoy solo
como un astro, situado
entre otros, sonoro,
en esta casa sola
frente al monte Lu.

[Los espejos transparentes en Poesías completas II, Visor, Madrid 2002]

 

Δ

 

A Blas de Otero

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
y porque el mundo existe, y yo también existo,
porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,
gastando nuestras vueltas como quien no hace nada,
quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo
de este dolor que insiste en todo lo que existe.

Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse:
El semillero hirviente de un corazón podrido,
los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,
los días cualesquiera que nos comen por dentro,
la carga de miseria, la experiencia —un residuo—,
las penas amasadas con lento polvo y llanto.

Nos estamos muriendo por los cuatro costados,
y también por el quinto de un Dios que no entendemos.
Los metales furiosos, los mohos del cansancio,
los ácidos borrachos de amarguras antiguas,
las corrupciones vivas, las penas materiales...
todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro.

Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo.
La llama que nos duele quería ser un ala.
Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.
Tú, tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,
sabes también por dentro de una angustia rampante,
de poemas prosaicos, de un amor sublevado.

Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana:
ese mugido triste del mar abandonado,
ese temblor insomne de un follaje indistinto,
las montañas convulsas, el éter luminoso,
un ave que se ha vuelto invisible en el viento,
viven, dicen y sufren en nuestra propia carne.

Con los cuatro elementos de la sangre, los huesos,
el alma transparente y el yo opaco en su centro,
soy el agua sin forma que cambiando se irisa,
la inercia de la tierra sin memoria que pesa,
el aire estupefacto que en sí mismo se pierde,
el corazón que insiste tartamudo afirmando.

Soy creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.
Soy un dolor antiguo como el mundo que aún dura.
He asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,
la esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio,
Soy la instancia que elevan hacia un Dios excelente
la materia y el fuego, los latidos arcaicos.

Debo salvarlo todo si he de salvarme entero.
Soy coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,
soy el tordo en la zarza, soy la luz en el trino,
soy fuego sin sustancia, soy espacio en el canto,
soy estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante
que proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.

¡Si fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!
¡Si sólo fuera un hombre pequeñito que muere
sabiendo lo que sabe, pesando lo que pesa!
Mas es el mundo entero quien se exalta en nosotros
y es una vieja historia lo que aquí desemboca.
Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.

Invoco a los amantes, los mártires, los locos
que salen de sí mismos buscándose más altos.
Invoco a los valientes, los héroes, los obreros,
los hombres trabajados que duramente aguantan
y día a día ganan su pan, mas piden vino.
Invoco a los dolidos. Invoco a los ardientes.

Invoco a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,
la justicia exclusiva y el orden calculado,
las rutinas mortales, el bienestar virtuoso,
la condición finita del hombre que en sí acaba,
la consecuencia estricta, los daños absolutos.
Invoco a los que sufren rompiéndose y amando.

Tú también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,
con la crueldad del tiempo, con límites absurdos,
con tu ciudad, tus días y un caer gota a gota,
con ese mal tremendo que no te explica nadie.
Irónicos zumbidos de aviones que pasan
y muertos boca arriba que no, no perdonamos.

A veces me parece que no comprendo nada,
ni este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.
Lo real me resulta increíble y remoto.
Hablo aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.
Sonámbulo transcurro sin memoria ni afecto,
desprendido y sin peso, por lúcido ya loco.

Detrás de cada cosa hay otra cosa que es la misma,
idéntica y distinta, real y a un tiempo extraña.
Detrás de cada hombre un espejo repite
los gestos consabidos, mas lejos ya, muy lejos.
Detrás de Blas de Otero, Blas de Otero me mira,
quizá me da la vuelta y viene por mi espalda.

Hace aún pocos días caminábamos juntos
en el frío, en el miedo, en la noche de enero
rasa con sus estrellas declaradas lucientes,
y era raro sentirnos diferentes, andando.
Si tu codo rozaba por azar mi costado,
un temblor me decía: «Ese es otro, un misterio.»

Hablábamos distantes, inútiles, correctos,
distantes y vacíos porque Dios se ocultaba,
distintos en un tiempo y un lugar personales,
en las pisadas huecas, en un mirar furtivo,
en esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,
en esto que separa y es dolor sin remedio.

Tuvimos aún que andar, cruzar calles vacías,
desfilar ante casas quizá nunca habitadas,
saber que una escalera por sí misma no acaba,
traspasar una puerta —lo que es siempre asombroso—,
saludar a otro amigo también raro y humano,
esperar que dijeras —era un milagro—: Dios al fin escuchaba.

Todo el dolor del mundo le atraía a nosotros.
Las iras eran santas; el amor, atrevido;
los árboles, los rayos, la materia, las olas,
salían en el hombre de un penar sin conciencia,
de un seguir por milenios, sin historia, perdidos.
Como quien dice «sí», dije Dios sin pensarlo.

Y vi que era posible vivir, seguir cantando.
Y vi que el mismo abismo de miseria medía
como una boca hambrienta, qué grande es la esperanza.
Con los cuatro elementos, más y menos que hombre,
sentí que era posible salvar el mundo entero,
salvarme en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.

Por eso, amigo mío, te recuerdo, llorando;
te recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;
pensando que soy bueno, mordiéndome las uñas,
con este yo enconado que no quiero que exista,
con eso que en ti canta, con eso en que me extingo
y digo derramado: amigo Blas de Otero.

 

 

Δ

 

¡Oh noche!
no sé si eres un pez dormido ante un párpado
      entreabierto y sensible
o si eres un lince de fósforo blanco perseguido por un
      tigre de oro.
No sé.
¡Oh noche, vibrante como un grito de cólera y deseo
      confundidos!
Recoge tu cabello, invisible entre las estrellas.
O déjalo volar muertamente en el aire, mientras en
      los montes oscuros tiembla la plata de las
      tormentas.
Recoge tus cabellos.
¡Oh noche! No sé.
No sé, ¡oh noche de alas dobles y ojos sin mirada!

 

[Poemas de Rafael Múgica  en Poesías Completas I, Visor, Madrid]

Δ

 

 

Ritual del colectivo

 

(Función de Ene que Ene)

 

—¡0-e, eh, eh!

El tigre come sol. Nosotros comemos tigre.

Tenemos hambre. Tenemos tigre. Queremos sol.

 

—El tigre es de oro. La selva está ardiendo

listada de sol y culebra negra.

El tigre está muerto. Suenan sus huesos secos

Tam-tam-tam.

 

—Abre la puerta que se llama hambre.

Abre al dios que arde y a la voz que incendia.

Abre al dios que es tigre y al tigre que es dios,

y al incendio hambriento que seca sus huesos,

y al hueso que suena tam-tam-tam,

y al son llameante, oro de la selva

y a la piel del tigre listada de fuego.

 

—Tam-tam-tam. Tam-tam-tam.

Los huesos están blancos. Los huesos están secos.

Los huesos suenan claros. Los de Allá están cerca.

Golpear de tambores pequeños en las sienes,

de tambores mayores en la noche del mundo

que va creciendo y llenan esqueletos batientes,

dientes blancos y risas mortales: Es el hambre.

Mas los de Allá vendrán. Vendrán, vendrán. Bailemos.

 

 —Soy el tigre en el tigre, con el tigre vendrán.

Porque he matado el tigre. Porque comimos tigre.

Porque somos el tigre. Por el hambre, con el hambre,

podemos más incendio de selva y oro en rojo,

somos el tigre mismo muerto contra el hambre,

furia solar y golpes de hueso: Tam-tam-tam,

blanco del blanco, blanco central, uno por otro,

tam-tam, tam-tam, tam-tam. Golpe de uno a ciento

bailemos sin harapos de fogata el alto incendio,

blanco de oro, oro de sangre, llamando, llameando.

 

—El tigre no está muerto. El oro sigue ardiendo. 

La luz es otra luz. El oro está mordiendo. 

Lleno de dientes, lleno de uñas, es deseo, deseo, 

y así crece en mi centro salvaje el serpentino. 

Le está buscando al hombre. Y está llamando el miedo. 

¡Tantas veces el mundo fue tan sólo ese miedo 

redondo como un ojo sin pupila: Fijo, atento! 

Y no era una amenaza; era como el vacío: Redondo, fijo, 

girando sobre sí, tornasolado, neutro, fijo. 

Devorando sin conciencia, sin intención, absorto. 

Y no miraba a nadie, mas parecía: Fijo,

tan puro y tan, tan lejos de nuestros pensamientos. 

Pero el miedo da miedo como vértigo el vacío.

 

 —Escucha, brujo blanco, las tamtanes. No expliques. Tam-tam. 

Está llamando el hombre. Está llamando el miedo;

y el hambre de los hombres que se sabe insaciable, 

crudo tigre, crudambre, comulga en sacrificio. 

 

—El tigre es de oro que arde: El tigre, dios salvaje.

Su sangre es como un golpe de luz que mata el hambre,  

su herida como el labio que tiembla de una amante.

 

—Mi dios está en la muerte del tigre y en mi carne.

Y es música, su miedo; luz su acompañamiento.

Vencí a mi dios. Comí. Y ahora está en él mi miedo  

porque yo no soy yo; yo sólo soy su fuego.

 

—Soy el tigre. Soy puro. No siento que me siento.

Maté al hombre, maté los miedos de mi centro.

Fui sencillo y a veces me daba miedo serlo

pues me pesa lo humano. Mas dios-tigre hoy te tengo.

 

—Tú eres en mí, no yo. Comulgo en ti. Me salvas,

fuego que llevo dentro, selva no recorrida,

oro blanco cruzado por antílopes rosas,

montañas en un mundo de luz y agua sonora,

azul en el que pueden volar los invisibles,

esmeralda salvada por el poder del centro,

ojo único, luna, dolor de la alta noche,

y suave, ¡oh sí, serpiente!, pues deseo el deseo

reptante en la maleza de todos mis secretos.

 

—Tigre-dios mataste mi hambre. Fuimos uno. Comulgamos.

Dios-tigre, mataste el miedo. Ardimos juntos. Vi el cero.

Mas me abriste a más deseo porque sólo tengo un sexo

y esa herida tremenda recorre todo mi cuerpo.

 

—El dios que llevo dentro te desea, muchacha.

El dios que llevo dentro, no yo, va a aniquilarte.

Un esplendor me envuelve, el poder que me puede,

el voraz devorado que me devora dentro,

el más alto terror, el tigre siempre alerta

con una piel de estrellas y unos cósmicos ojos

que no miran, devoran, centrales, lo que mira,

brillan siempre creciendo, no pueden ver lo neutro,

fulminan, eliminan en su esplendor detalles,

el dios rayo y culebra, el hambre, el miedo, el sexo.

 

—Voy a comerte viva como me traga el cielo,

como matan los Altos, como me vence el miedo.

Voy a hacerme contigo, dios-tigre, muerte y sexo

porque en ti se alimentan mi incendio y alto vuelo.

 

—Mi hambre-sexo, mi sol negro, mi más puro encendimiento.

Hambre, hambre, tengo hambre. Tengo furia. Tengo sexo.

Tengo tigre, tengo incendio, tengo carne macerada.

Matar, ser inmolado, procrear destrucciones,

ir a más, tigre ardiendo, rojo al blanco sufriendo,

descubrir la belleza en un horror sagrado.

 

—Tú, muchacha, gacela, breve luz en el ojo

del dios que mata amando, deseo, ¿no eres hambre

que quiere ser saciada, o, bella, violada?

 

—Inocente, adorable, revestida de luces, 

¡oh, santa, santa vida cuyo horror no comprendo!

En la selva de un dios que un día comí hambriento

y es más que yo en mis dentros, delirio y luz de miedo, 

violencia feroz, y sexo, ¡oh dulce sexo!, 

necesidad terrible de matarte adorando 

como me mata el dios que comí vivo y arde, 

dentro de mí tú irradias, inapresable siempre.

 

[Función de uno, equis, ene F(1.X.N), 1973]

 

 

Δ

 

 

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