Las raíces del árbol no temblaron
cuando el soplo del viento las hería,
temblaron sí, cuando su savia interna
adelantó la herida.

 

           Avanzad con los brazos desplegados,
           y el arco a punto de lanzar la flecha;
           cuando la lucha o el amor se acerquen,
           que la fuente esté llena.

 

El fruto en los campos,
y en los ardientes cuerpos la alegría.

El trabajo y el amor;
el repetido esfuerzo de los brazos
y la rosa instantánea,
                               entrelazados,
juntos, apretados en un haz luminoso,
como un grito de fe,
                              como raíces de viento
surgen y se propagan.

         Surcan el mar las naves victoriosas,
y el aire azul las águilas.
            Los montes que no mueren,
músculos de tigre hacia el salto de piedra, se levantan,
y en el ardiente gesto, sobre la herida nube,
             la zarpa de la cumbre roza el cielo.

 

En el mar y en la tierra, en el aire,
en todos los confines y cuerpos conocidos,
para saberlos más nuestros,
nuevos caminos necesitamos abrir.

Necesitáis conocer la fuente que saciará vuestras bocas,
el fuego que calentará vuestro cansado movimiento;
y el lecho tranquilo, que después del placer y el trabajo,
os cobijará.

Necesitáis conocerla: hacia vosotros la vida viene, y por esto,
yo, hoy, aquí, desde el poema os digo
que en la sed y el hambre de todo lo terrestre
preparéis vuestra sangre y el deseo.

[Alfonso Costafreda, Nuestra elegía, en Poesía completa, Tusquets, Barcelona, 1990]

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