El sabor de las cerezas

Mientras crecíamos

crecían con nosotros

las ramas del cerezo,

la fruta en esas ramas,

la sombra en esas frutas.

Dejábamos las bicicletas,

las bolsas de canicas,

la trompa y su cordel de nailon

en la bondad de aquellos días luminosos.

Y nos subíamos

por esas ramas,

probando aquella fruta,

y saltando como funambulistas

cuya suerte pendiera

del hilo de las nubes.

Las horas de la noche

se hacían largas con octubre,

y el invierno se presentaba como un largo

túnel entre dos valles,

o entre dos calles,

o entre dos años.

En las noches de luna llena

de enero,

los gatos tristes

merodeaban los cerezos.

Sombras oscuras,

que sin saberlo,

saltaban a mis sueños

por las persianas de madera,

donde mis manos azoradas

abrían paso lentamente

a mis ojos abiertos como platos.

Y una vez que caía

de sueño y de cansancio

con la cara desnuda

sobre el cristal helado,

daban vueltas a la memoria,

como a un ovillo,

escaleras arriba,

y escaleras abajo,

dibujando con tinta china

sombras de tigres negros

en las paredes.

Por las mañanas

una rama rojiza y tensa

golpeaba el alféizar,

y yo desde muy lejos,

pero como quien mira

para ser visto,

la miraba pasar

con sus trenzas de niña

y su uniforme

de colegio de paga.

Y aunque fuimos amantes

a los doce años

y sin hablarnos,

jamás grabamos nuestros nombres

dentro de un corazón

en la corteza de aquel árbol.

La plaza siempre se iluminaba

en los días de marzo,

en los primeros días

de aquella juventud de primavera,

con unas flores párvulas

que el viento de mediados de ese mes

barría por las calles.

En los días de marzo

entonces me sentaba cerca,

y con la palma limpia de las manos

lo acariciaba,

y me sentía triste,

feliz, extraño,

como si el viento entre sus hojas

cantase una canción

con cosas que se ganan

y cosas que se pierden.

Al salir del colegio

los días de verano,

con un doblez cogíamos

las camisetas

como si fueran cestas de algodón.

Mirando a todos lados,

el más pequeño

ladrón de frutas

trepaba por las ramas,

y arrojaba con tino

el color rojo

de las cerezas

sobre los días laborales

del calendario.

Después,

sentados a la sombra,

y con los tallos verdes,

yo dibujaba

mis iniciales

sobre aquella blancura

de yeso

en el brazo de algún ladrón de frutas

que rompiera los hilos de las nubes.

Y apenas sin saberlo,

con esos trazos,

dábamos fe de vida,

igual que daban fe de vida

las manchas de cereza

sobre los pantalones.

Y sobre todas esas cosas,

hoy te recuerdo a ti,

podando con tus manos jóvenes

las ramas,

guiando su sombra

que se confundiría

al cabo de los años

con nuestra sombra.

Tus manos firmes y flexibles

como las manos del cerezo

en las mañanas

azules de septiembre.

Hoy te recuerdo a ti,

sacando las maletas,

y cerrando la puerta de esa casa,

a la que ya jamás

habríamos de regresar,

salvo en ese recuerdo vago

que a veces tiene

para nosotros el sabor

de las cerezas.

 

                                              [Antonio Aguilar]
 

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