Una muchacha, siguiendo tal vez el tránsito de un juguete
envejecido y musgoso, o yendo a enjuagar la sangre
de su dios sin espalda,
nos mira de lejos y se cubre el rostro con un grito.
Lejana, por casi nada invisible: siente sobre sus muslos,
un apretado avance de miradas,
un doble encono de insectos sobre la repetida península
de sus muslos.
Los varones de la tribu la exploran desde la orilla,
desde el tiempo giratorio de la orilla;
desembarcan en sus vestiduras, que parecen alfombras
de un templo angosto en el que ronda el sacrificio.
La muchacha escapa y la perdemos voluntariamente,
por no memorizar el camino, la puerta que adivinamos custodiada.
La ciudad protegida por generaciones que penosamente sueñan
rebeliones, que en duermevela diseñan el nervioso
itinerario de los desertores.
Mapas, fantasmas de la huida. ¿Sueñan o fingen el sueño?
¿Por qué cierran los ojos cuando el mar los enfrenta
igual que una mano cerrada, un puño de cinco peces
que la enana reciedumbre de sus torres agrandaría
entre sus cejas, contra sus narices, contra el reseco
designio de sus labios?
Murallas, pueblos de murallas. Lo dicho: no distinguimos
la gestación del ruido.
No distinguimos sus motores ni sus rampas.
Alguien perforó con asco la enredadera que nos oculta y oculta
la ciudad ante nosotros. Caracol que no abandona su tumba.
Espeso rumor de olas, blanda invasión de olas, cielo agrietado
por pelícanos, cruces blanqueadas, plumas, gritos
que cimientan los delgados ramajes del silencio.
Pasó ya el grito de la joven que huyó sin comprender que la sola
firmeza de sus pasos le daba el triunfo, se lo daba
en las manos.
Era su eco. Fue su eco. Es un eco y un aire que ablanda
nuestros pies y los corta y los hiere y los hierve
y los eriza; es una sal perpetua.
Es la sal renovada, el pálpito de filos que nos persigue
en el desierto y huele en el océano nuestros ojos;
es el ejército que desarruga su pólvora cuando estamos a tiro,
cuando tras las dunas somos la greña de los presidiarios
que lograron hundir sus cadenas en la noche;
es el agua sucia y el pan lleno de hongos,
la tronera que únicamente cruzan los murciélagos;
es la trepidación del vértigo, que ciñe sus correas
en la sudorosa longitud de las frentes,
nuestros oídos salitrosos: náufragos;
es la espada que nos lee como los magos a la hez del vino;
es la fusta cuando muerde las nucas, el tigre cuando vence
la jaula, la mina cuando su espera concluye y revienta
y desborda sus amarras;
es el tosco amuleto que, a cambio de guiarnos, pica
nuestras costillas, nos empuja y amenaza con dispararnos
a mansalva;
es el árbol o el viaje, el eje frecuente que nos ata.
El grito se ha perdido; la muchacha viste ahora el humo ahogado
del recuerdo. Fractura un segundo y lo restaña.
Los ojos ven la mañana: el instante: el humo: el recuerdo:
alguien abrió en el muro un túnel que pronto invadirá
otra vez la selva. Lo miran: célula de viento, luz.
Esbelto camino al abandono, córnea hueca: nada.
Creen escuchar de nuevo el grito. No: es un viento que sopla
y el canal la flauta que lo afina. Viento.
La mirada surca esa barda
y la tierra floja puebla de torbellinos el espacio.
El desierto, ¿el desierto entre rejas?
¿Es que no hay ruidos? ¿Es que no vive nadie al otro lado?
 

                                                                                           [Luis Vicente de Aguinaga]

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