Silva  
 

                                            a José Asunción Silva

 
  Como irse a la habitación más oscura de la casa
y allí desterrarse y ser orgullo hasta la humildad;
como las noches en placer extranjero, sin idiomas,
buscando con ojos voraces la mujer más sencilla
entonces la más cruel porque se haya visto deseada;
como hundirse hasta la conciencia y encontrar que las culpas
son más densas que el alma, y obligarse a la resignación;
igual que preguntar por un amigo
y saber que desapareció desde la infancia:
así fue Silva rechazado peor que los insectos.

Lo imagino con la rabia como una hacha entre los dientes
queriendo abrirse paso entre la vida, de tan densa,
tratando de inculcar a la sociedad que acompañaba
el obrar noblemente y el buen gusto; pero ellos, hijos
de las masturbaciones y de la vanagloria,
sólo sabían de sílabas a golpe de dedo
e ignoraban la armonía y el mundo de las palabras.

Su juventud fue el conocimiento de la poesía
o el hallazgo de la soledad. La risa de Verlaine
también fue mueca en silva, y por su rostro,
tenso como el salto de un tigre, cruzó la sonrisa
cuando la piel se le fue llenando de palomas.
Porque triste es querer aquello que es mortal; más le vale
al hombre aceptar su fracaso desde los abuelos
o esperar con el calor sofocante y brutal y sin
el menor soplo de aire, y sentir que una ave inmensa
pugna desde el centro de la tierra por salir,
y que la carne se agrieta como Cúcuta después
de los temblores y ver que todo es claridad o sombra
y que todo se traspasa como las manos al fuego.

Hasta la misma poesía a Silva le fue adversa.
A veces uno piensa que su sepulcro eran sus huesos,
arbitrariamente erguidos como ley en su estatura.
Pero a Silva el cuerpo le quedaba estrecho
como un muerto con ataúd pequeño,
como esos muertos que van creciendo en los velorios
y hacen crepitar la madera.

La gana de no vivir, el desconsuelo, el paso
de la dificultad a un nuevo abatimiento,
el desvivirse y creer, la enfermedad del siglo,
el doctor y sus dogmas como látigos,
la inconformidad
y también el no creer.
Como flecha que crece en el árbol hasta que madura
para el arco, como los árboles que por tanto contemplarse
desbordan el río: La muerte que nació contigo,
y la vida, ese otro nombre de la muerte, te llenaron
hasta inundarte, hasta saber que en ti no había sino un naufragio:
que tu olfato combatía con el gusto,
tu ojo contra los objetos.
Las manos contara sí mismas y enemigas del tacto,
el silencio contara tu oído,
tus sueños contara la memoria,
que tu pie derecho no era aliado de tu pie izquierdo,
que cada músculo era un desafío contra tus huesos,
que el olvido no llegaba,
y que el futuro, la perpetua contienda, estaba lleno
de vencimientos, y el asco...

Ahora conoces los cambios de la naturaleza.
Pero, ¿ Cuántas veces renaciste en la flores silvestres?
¿ Que casco de potro la sal de tu sangre endureció ?
¿Relinchó acaso acaso cuando supo que coceaba un muerto?
Ahora, dentro de la tierra, ¿ trabajas en algún metal
que estallará como conjuro para los días
de la solemne restitución de los vivos ?

Humillado por la misma poesía que no supo defenderte
tu presencia está en las mismas palabras que se fugan,
en la noche que llega sin saber detenerse.

No se llore la muerte porque la muerte es una compañía,
ni la vida, sino las de que de nosotros nacerán,
y a los hombres que vinieren y a nosotros, Dios nos guarde,
ahora, y en la hora, de nuestro nacimiento, amén.

                                                                                             [Eduardo Cote Lamus]

 

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