| 
    
                                                                    (Homenaje a Octavio Paz) 
       Haber estado fuera de ti mismo, un viaje
      vertiginoso, y después 
      la quietud, pordiosero 
      de tu conciencia, eremita 
      en el yermo de la inacción, creyendo 
      solamente en el cardo, en la excesiva piedra, 
      sin pozo donde beber, sin comida, sin pan, 
      mísero y sin arboladura,
       como un barco después de la tempestad, 
      pero una tempestad no vivida, sin la grandeza de esa experiencia suma, 
      barco en un mar, monótono y sin fin, monocromo, con agua gris, 
      o, mejor dicho, sin ella, navegando en el no color 
      navegando en la no agua, con sequedad en aquella monotonía;
       o en medio de las ruinas, tras un terremoto 
      desolador, 
      mas en un sitio donde no existieron casas ni se erigieron monumentos, 
      ni el suelo se resquebrajó, ni hubo grietas;
       allí, desterrado, sin el recuerdo de un
      perdido país, 
      mudo, sin la noción de un lenguaje ido, 
      quitado todo brillo, toda persuasión, toda queja, 
      irremediablemente solo, pero sin soledad, 
      pues no había tampoco memoria de ninguna anterior compañía;
       allí, donde la evocación no puede
      alcanzar, 
      ya que para eso fuera precisa la previa enunciación, 
      allí, allí estuviste, de espaldas a tu propio ser, 
      sin ver, sin verte,
       aunque a veces sucedía lo opuesto y
      comenzabas a observar con gran nitidez,
       quién sabe si por su condición
      principalmente ósea,
       tu rodilla, 
      que pasaba, en ese trance, a ocupar 
      la totalidad de la atención y crecía (percibida entonces como de cerca)
      con ella;
       tu enorme rodilla, tu extraordinario pie,
      tu pie magno, 
      pisando la estepa con resonancia, con estruendo, como de tambor, 
      tu pie gigantesco, tu pierna 
      alevosa, rotunda.
       ... Tu pierna, sí, que se alargaba,
      solitaria y autónoma, hasta donde nadie pudo nunca llegar,
       y tras ella, pero sólo después, 
      tu cuerpo entero de desmesurada materia, de ruido, tu esqueleto sin par, 
      tu esqueleto terrible, avanzando a grandes zancadas 
      hacia nadie, hacia nada...
       ... Y luego, tu meditación solitaria, tras
      aquel singular engrandecimiento de su óseo objeto inicial, 
      saltaba, sin contemplaciones, como inesperado tigre en la selva, 
      hasta el momento inmediatamente posterior al final de tu vida,
       y así, no sólo cuanto había de
      exageradamente grande en la visión anterior comenzaba de pronto, en su
      tamaño, a disminuir, volviendo poco a poco a su primera configuración
      natural,
       sino que, incluso, en esa vía de pérdida
      y reducción 
      de la desproporcionada, contundente, genial osamenta,
       cada trozo de tu cuerpo, normalizado ya (al
      ser visto ahora en su conjunto y sin aquella despreciativa y obsesiva
      parcelación que agigantaba la porción contemplada) 
      procedía, con mucha lentitud, eso sí, a ausentarse:
       pero ahora la carne y la piel, en un primer
      instante, aún no desaparecían, 
      y se respetaba, por supuesto, tal vez, además, a causa de su enorme
      realidad 
      (enorme precisamente por impúdica e innombrable), 
      incluso a tu propio sexo, que acaso manifiestamente erguido aún, 
      se ofrecía entonces, en el féretro, de un modo sin duda ostentosamente
      inoportuno,
       desafiante, competente, 
      impenitente, risible
       (cómo más de una vez, según dicen, ha
      ocurrido, en la efectiva realidad, 
      con grave escándalo y vergüenza de las familias); 
      y, en fin (¿para qué seguir?), resumamos el asunto diciendo, 
      de un modo llano y más abarcador, 
      que todo, pese a las apariencias, se estaba viniendo abajo, bien que, por
      el contrario, 
      las uñas seguían, con indiferencia y escepticismo, creciendo, 
      atentas exclusivamente a su labor, con una extraña avidez hacia más; 
      y lo mismo los pelos, la barba, sin hacer caso alguno de cuanto 
      parsimoniosamente se iba.
       Pero enseguida, aquello incluso que se
      hallaba sometido a tan curiosa enajenación 
      se aniquilaba, y la inercia inmovilizadora llegaba, con puntualidad, a las
      más renuentes partículas, 
      esto es, surgía, por fin, en el tramo último del proceso, 
      el triunfo de la generalización, de la escrupulosa obediencia, 
      o sea, paradójicamente (y ello con toda precisión, sin excepción alguna
      ni dejar una mota de polvo en la pulida superficie del mueble), se
      desencadenaba el desorden, 
      el caos de no ser visto, el escándalo de la invisibilidad, de la
      confusión, 
      allí, en el revés de la verdad, en el otro lado de la mentira, 
      en la frontera que no fuera dado trazar, 
      ese lugar sin localización donde verdad, mentira aparecían 
      como la misma respuesta a la interrogación que no hiciste,
       ¡oh pordiosero de tu conciencia, oh
      escrutador, oh minucioso explorador,
       oh celebrador de lo infausto! 
                                                                                                                                 
      [Carlos Bousoño] 
     | 
     |