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[Luis de Góngora y Argote]

 

Aquí entre la verde juncia
Soledad primera
 

 

Soledad primera
(Parte II)

Muda la admiración, habla callando,
Y, ciega, un río sigue, que —luciente
De aquellos montes hijo—
Con torcido discurso, aunque prolijo,
Tiraniza los campos útilmente;
Orladas sus orillas de frutales,
Si de flores, tomadas no, a la boca,
Derecho corre, mientras no revoca
Los mismos autos el de sus cristales;
Huye un trecho de sí, y se alcanza luego;
Desvíase y, buscando sus desvíos,
Errores dulces, dulces desvaríos,
Hacen sus aguas con lascivo fuego;
Engazando edificios en su plata,
De quintas coronado se dilata
Majestuosamente
—En brazos dividido, caudalosos,
De islas que paréntesis frondosos
Al período son de su corriente—
De la alta gruta donde se desata
Hasta los jaspes líquidos, adonde
Su orgullo pierde y su memoria esconde.

«Aquellas que los árboles apenas
Dejan ser torres hoy —dijo el cabrero
Con muestras de dolor extraordinarias—
Las estrellas nocturnas luminarias
Eran de sus almenas,
Cuando el que ves sayal fue limpio acero.
Yacen ahora, y sus desnudas piedras
Visten piadosas yedras:
Que a ruinas y a estragos,
Sabe el tiempo hacer verdes halagos.»

Con gusto el joven y atención le oía,
Cuando torrente de armas y de perros,
Que si precipitados no los cerros
Las personas tras de un lobo traía,
Tierno discurso y dulce compañía
Dejar hizo al serrano,
Que —del sublime espacïoso llano
Al huésped al camino reduciendo—
Al venatorio estruendo,
Pasos dando veloces,
Número crece y multiplica voces.

Bajaba entre sí el joven admirando
Armado a Pan o semicapro a Marte,
En el pastor mentidos, que con arte
Culto principio dio al discurso cuando
Rémora de sus pasos fue su oído,
Dulcemente impedido
De canoro instrumento, que pulsado
Era de una serrana junto a un tronco,
Sobre un arroyo, de quejarse ronco,
Mudo sus ondas, cuando no enfrenado.

Otra con ella montaraz zagala
Juntaba el cristal líquido al humano
Por el arcaduz bello de una mano
Que al uno menosprecia, al otro iguala.

Del verde margen otra las mejores
Rosas traslada y lilios al cabello,
O por lo matizado o por lo bello,
Si Aurora no con rayos, Sol con flores.

Negras pizarras entre blancos dedos
Ingeniosa hiere otra, que dudo
Que aun los peñascos la escucharan quedos.
Al son, pues, deste rudo
Sonoroso instrumento,
—Lasciva el movimiento,
Mas los ojos honesta—
Altera otra, bailando, la floresta.

Tantas al fin el arroyuelo, y tantas
Montañesas da el prado, que dirías
Ser menos las que verdes Hamadrías
Abortaron las plantas:
Inundación hermosa
Que la montaña hizo populosa
De sus aldeas todas
A pastorales bodas.

De una encina embebido
En lo cóncavo, el joven mantenía
La vista de hermosura, y el oído
De métrica armonía.

El Sileno buscaba
De aquellas que la sierra dio Bacantes,
—Ya que Ninfas las niega ser errantes
El hombro sin aljaba—;
O si —del Termodonte
Émulo del arroyuelo desatado
De aquel fragoso monte—
Escuadrón de Amazonas desarmado
Tremola en sus riberas
Pacíficas banderas.

Vulgo lascivo erraba
—Al voto del mancebo,
El yugo de ambos sexos sacudido—
Al tiempo que —de flores impedido
El que ya serenaba
La región de su frente rayo nuevo—
Purpúrea terneruela, conducida
De su madre, no menos enramada
Entre albogues se ofrece, acompañada
De juventud florida.

Cuál dellos las pendientes sumas graves
De negras baja, de crestadas aves,
Cuyo lascivo esposo vigilante
Doméstico es del Sol nuncio canoro,
Y —de coral barbado— no de oro
Ciñe, sino de púrpura, turbante.

Quién la cerviz oprime
Con la manchada copia
De los cabritos más retozadores,
Tan golosos, que gime
El que menos peinar puede las flores
De su guirnalda propia.

No el sitio, no, fragoso,
No el torcido taladro de la tierra,
Privilegió en la sierra
La paz del conejuelo temeroso:
Trofeo ya su número es a un hombro,
Si carga no y asombro.

Tú, ave peregrina,
Arrogante esplendor —ya que no bello—
Del último Occidente:
Penda el rugoso nácar de tu frente
Sobre el crespo zafiro de tu cuello,
Que Himeneo a sus mesas te destina.

Sobre dos hombros larga vara ostenta
En cien aves cien picos de rubíes,
Tafiletes calzadas carmesíes,
Emulación y afrenta
Aun de los Berberiscos,
En la inculta región de aquellos riscos.

Lo que lloró la Aurora
—Si es néctar lo que llora—,
Y antes que el Sol enjuga
La abeja que madruga
A libar flores y a chupar cristales,
En celdas de oro líquido, en panales
La orza contenía
Que un montañés traía.

No excedía la oreja
El pululante ramo
Del ternezuelo gamo,
Que mal llevar se deja
Y con razón: que el tálamo desdeña
La sombra aun de lisonja tan pequeña.

El arco del camino, pues, torcido,
—Que habían con trabajo
Por la fragosa cuerda del atajo
Las gallardas serranas desmentido—,
De la cansada juventud vencido,
—Los fuertes hombros con las cargas graves,
Treguas hechas suaves—
Sueño le ofrece a quien buscó descanso
El ya sañudo arroyo, ahora manso:
Merced de la hermosura que ha hospedado,
Efectos, si no dulces, del concento
Que, en las lucientes de marfil clavijas,
Las duras cuerdas de las negras guijas
Hicieron a su curso acelerado,
En cuanto a su furor perdonó el viento.

Menos en renunciar tardó la encina
El extranjero errante,
Que en reclinarse el menos fatigado
Sobre la grana que se viste fina
Su bella amada, deponiendo amante
En las vestidas rosas su cuidado.

Saludólos a todos cortésmente,
Y —admirado no menos
De los serranos que correspondido—
Las sombras solicita de unas peñas.
De lágrimas los tiernos ojos llenos,
Reconociendo el mar en el vestido
—Que beberse no pudo el Sol ardiente
Las que siempre dará cerúleas señas—,
Político serrano,
De canas grave, habló desta manera:

«¿Cuál tigre, la más fiera
Que clima infamó Hircano,
Dio el primer alimento
Al que —ya deste o del aquel mar— primero
Surcó, labrador fiero,
El campo undoso en mal nacido pino,
Vaga Clicie del viento,
En telas hecho —antes que en flor— el lino?
Más armas introdujo este marino
Monstruo, escamado de robustas hayas,
A las que tanto mar divide playas,
Que confusión y fuego
Al Frigio muro el otro leño Griego.

»Náutica industria investigó tal piedra,
Que, cual abraza yedra
Escollo, el metal ella fulminante
De que Marte se viste y, lisonjera,
Solicita el que más brilla diamante
En la nocturna capa de la esfera,
Estrella a nuestro Polo más vecina;
Y, con virtud no poca,
Distante le revoca,
Elevada la inclina
Ya de la Aurora bella
Al rosado balcón, ya a la que sella
Cerúlea tumba fría
Las cenizas del día.

»En ésta, pues, fiándose atractiva,
Del Norte amante dura, alado roble,
No hay tormentoso cabo que no doble,
Ni isla hoy a su vuelo fugitiva.

»Tifis el primer leño mal seguro
Condujo, muchos luego Palinuro;
Si bien por un mar ambos, que la tierra
Estanque dejó hecho,
Cuyo famoso estrecho
Una y otra, de Alcides, llave cierra.

Δ

Aquí entre la verde juncia
Quiero (como el blanco cisne
Que envuelto en dulce armonía,
La dulce vida despide)

Despedir mi vida amarga
Envuelta en endechas tristes,
Y querellarme de aquélla
Tan hermosa como libre.

Descanse entre tanto el arco
De la cuerda que le aflige,
Y pendiente de sus ramos
Orne esta planta de Alcides,

Mientras yo a la tortolilla
Que sobre aquel olmo gime,
Le hurto todo el silencio
Que para sus quejas pide.

Bellísima cazadora,
Más fiera que las que sigues
Por los bosques cruel verdugo
De mis años infelices:

Tan grandes son tus extremos
De hermosa y de terrible,
Que están los montes en duda
Si eres diosa o si eres tigre.

Préciaste de tan soberbia
Contra quien es tan humilde
Que, considerados bien,
Todos los monteros dicen

Que los dos nos parecemos
Al roble que más resiste
Los soplos del viento airado:
Tú en ser dura, yo en ser firme.

En esto sólo eres roble,
Y en lo demás flaca mimbre,
No sólo a los recios vientos,
Mas a los aires sutiles.

Ya no persigues, cruel,
Después que a mí me persigues,
A los ciervos voladores
Ni a los fieros jabalíes.

Ni de tu dichoso albergue
Las nobles paredes visten
Los despojos de las fieras
Que, como a mí, muerte diste.

No porque no gustes de ello,
Sino porque no te obligue
El encontrarme en la caza
A que siquiera me mires.

Los monteros te suspiran
Por todos estos confines,
Y el mismo monte se agravia
De que tus pies no le pisen,

Por el rastro que dejaban
De rosas y de jazmines,
Tanto que eran a sus campos
Tus dos plantas dos abriles.

Haz tu gusto, que yo quiero
Dejar (pues de ello te sirves)
El espíritu cansado
Que mis flacos miembros rige.

Conseguiremos en esto
Ambos a dos nuestros fines:
Tú el de cruel en dejarme,
Yo el de leal en morirme.

Tú, rey de los otros ríos,
Que de las sierras sublimes
De Segura al Océano
El fértil terreno mides,

Pues en tu dichoso seno
Tantas lágrimas recibes
De mis ojos, que en el mar
Entran dos Guadalquivires,

Ruégote que su crueldad
Y mi firmeza publiques
Por todo el húmedo reino
De la gran madre de Aquiles,

Porque no sólo en las selvas,
Mas los que en las aguas viven
Conozcan quién es Daliso
Y quién es la ingrata Nise.

Δ

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