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[Gioconda Belli]

 

El alma que no amaina

Áspera textura del viento

Conjunción

 

El alma que no amaina

 

Asomada a mi garganta

contemplo la selva de mi interioridad

azotada de viento,

erosionada por múltiples inundaciones.

 

Dicen que el tiempo lima las protuberancias del alma,

igual que el agua de los ríos torna en suave mejilla

el contorno de las piedras.

Que la memoria aprende a ojos cerrados el inmutable perfil de las riberas

y un día de tantos se llega al final del asombro,

a la intuición certera de lo impredecible.

 

Pero yo no parezco encontrar certidumbres en la madurez.

Cuando mis ojos penetran en el follaje del pecho

donde se agazapa mi corazón

las veredas holladas una y otra vez por mis pasos

son como el pasto lleno de tigres de Rousseau.

Humedades, estaciones imprevistas

atizan la floración de selvas inmediatas

y árboles sin experiencia

ingenuos escaladores del cielo

batallan rama a rama por un claro

desde donde asomarse

al lugar que vislumbraron

cuando soñaban germinar.

 

No presiento en mí el instinto migratorio

apartándome de estos bosques fecundos

donde las experiencias se acumulan cual trozas

olorosas a detritus;

donde la mano del huracán me abate con palmeras

y no hay otra manera de enfrentar a los insectos

que la desnudez.

 

De tiempo en tiempo pienso en terrazas frente al mar

donde sentarme a envejecer

pienso en la visión de las copas de los árboles,

percibida en el silencio.

Pero los tucanes y oropéndolas

el jaguar y el ocelote

lo primitivo y salvaje que ha quedado sin revelar

esgrime su irresistible tentación tras la tersa ilusión del horizonte.

 

Viajera en pos de lo profundo e ignoto

Mujer con el alma agujereada por los colibríes

desecho la memoria del desván donde guardé escudos y encantamientos

para proteger esta piel vulnerable al rasguño

y abrazo vociferante y temblando

el huracán, el tornado, la tormenta.

 

Desde la espesura de mis pulmones

reclamo sin arrepentimientos

la carne viva, las llagas

el ojo sin miedo

de la juventud.

 

 

Γ

Áspera textura del viento

 

Nacida de la selva me tomaste
arisca yegua para estribos y albardas.

Durante muchas noches
nada se oyó
sino el chasquido del látigo
el rumor del forcejeo
las maldiciones
y el roce de los cuerpos
midiéndose la fuerza en el espacio.

Cabalgamos por días sin parar
desbocados corceles del amor
dando y quitando,
riendo y llorando
-el tiempo de la doma
el celo de los tigres-

No pudimos con la áspera textura de los vientos.
Nos rendimos ante el cansancio
a pocos metros de la pradera
donde hubiéramos realizado
todos nuestros encendidos sueños.

 

 

Γ

 

Conjunción

 

Afuera
la noche agazapada
aguarda como un tigre
el salto mortal a través de la ventana,
en este recinto donde doliosamente
hago surgir del aire las palabras
me asombra la latente presencia de un beso sobre la pierna.
No hay nadie sólo mi cuerpo solo
mi cuerpo y los cabellos extendidos en imágenes
estoy yo y están ellas
las mujeres sin habla
esas que mis dedos alumbran
esas que la noche se lleva en su aliento de luna

Mujeres de los siglos me habitan:
Isadora bailando con la túnica
Virginia Woolf, su cuarto propio
Safo lanzándose desde la roca
Medea Fedra Jane Eyre
y mis amigas
espantando lo viejo del tiempo
escribiéndose a sí mismas
sacudiendo las sombras para alumbrar perfiles
y dejarse ver por fin
desnudadas de toda convención

Mujeres danzan a la luz de mi lámpara
se suben a las mesas dicen discursos incendiarios
me sitian con los sufrimientos
las marcas del cuerpo, el alumbramiento de los hijos
el silencio de las olorosas cocinas, los efímeros tensos dormitorios
mujeres enormes monumentos me circundan
dicen sus poemas cantan bailan recuperan la voz
dice: No pude estudiar latín no pude escribir como Shakespeare
Nadie se apiadó de mi gusto por la música
George Sand: Tuve que disfrazarme de hombre, escribí oculta en el
nombre masculino
Y más allá Jane Austen acomodando las palabras de "Orgullo y Perjuicio"
en un cuaderno en la sala común de la parroquia
interrumpida innumerablemente por los visitantes

Mujeres de los siglos adustas envejecidas tiernas
con los ojos brillantes descienden a mi entorno
ellas perecederas inmortales
parecieran gozar detrás de las pestañas
viendo mi cuarto propio
el nítido legajo de papeles blancos
la negra electrónica máquina de escribir
los estantes de libros
los gruesos diccionarios
el cenicero negro de ceniza
el humo del cigarro

Yo miro los armarios con la ropa blanca
las pequeñas y suaves prendas íntimas
la lista del mercado en la mesa de noche

siento la necesidad de un beso sobre la pierna.

 

Γ

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