Agua

 
 

Francisco Calvo Serraller

 

 
 

     La primera vez que el poeta arribó a Venecia fue en un día de invierno, frío, brumoso y en el crepúsculo. Durante el largo trayecto del 'vaporetto', recorriendo el gran canal de punta a cabo, desde la estación de ferrocarril hasta San Marcos, la noche transformó el agua en una humeante lámina negra, extrañamente imbuida de un silencio aún más subrayado por el ronroneo del motor, el chapoteo en las orillas y el ronco quejido de alguna bocina. Las luces amarillas cruzando la oscura niebla como exhalaciones quiméricas y el penetrante olor gélido de las algas fueron aumentando la sensación de irrealidad del poeta, que pronto se dejó ganar por la melancolía.
     Según como el poeta, Joseph Brodsky (1940-1996), lo describió, en un pequeño ensayo inolvidable, titulado 'Fondamenta degli Incurabili' (1989), este lento trayecto nocturno en el 'vaporetto' era como el paisaje de un pensamiento coherente a través del subconsciente, donde la oscuridad, la bruma, el inestable suelo de la embarcación de retardada deriva, todo, finalmente, remitía a una meditación sobre el agua, sin duda, el elemento primordial de Venecia. Pero, para Brodsky, la acuidad del agua no era allí sólo una obviedad física, sino también el resultado de que "en esta ciudad el ojo adquiere una autonomía parecida a la de la lágrima", con la única diferencia de que ésta no se separa del cuerpo, sino que lo subordina completamente.
     Pensaba yo en ello al contemplar, en la Galería de la Academia, la escalofriante 'Pietà', que pintó el último Tiziano, con su marmórea arquitectura blanca atravesada por la diagonal de dolor del grupo de figuras que acompañan al Cristo yacente, y, sobre todo, con sus extraños colores como de agua. En el centro, al pie de la dorada hornacina, el azul intenso de la túnica de la Virgen; a un lado, el verde oliva azafranado de la mujer que grita; en el otro, el rosa fucsia, veteado de luz, del hombre que se agacha. Agrios colores del llanto y de la desesperación, cierto, pero también los que convierten el estremecido cuerpo del contemplador en algo subordinado al ojo.
     He aquí la función, según Brodsky, de Venecia, que permanece estática mientras nosotros nos movemos. La aprendemos gracias al agua en la que flota y, también, a la lágrima que nos permite ver, "porque nosotros marchamos" concluye el poeta "y la belleza permanece. Porque nosotros nos dirigimos hacia el futuro mientras la belleza es el eterno presente. La lágrima es una regresión, un homenaje del futuro al pasado". En cualquier caso, la belleza sobrevive al hombre; la lágrima, al que llora; el amor, al que ama.

 

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