Una exposición puede ser solamente un suceso: eran las seis de la tarde, habías salido a dar una vuelta y al pasar por la puerta del museo te decidiste a entrar, quizá porque hacía viento o porque conocías el nombre del fotógrafo, quizá porque en la calle no eras nadie y porque los museos te traen a la memoria una ciudad más joven, más antigua, una mujer más joven que puede ser tu madre y que desaparece por la puerta entornada de una iglesia mientras tú esperas abriendo sobres de cromos. Y después ella vuelve como reconfortada, o bien más triste. En las iglesias de los libros se refugiaban los contrabandistas y las adúlteras, los asesinos, los oficiales suicidas de Graham Greene, los carbonarios de Sthendhal. Tú no. Alguna vez lo hiciste y algo en tu pensamiento te acusó de intrusismo, de malversación de fondos. Por eso hoy, al pasar por el museo te has dicho que esa morada pública y callada sí te corresponde y has entrado. Durante minutos has recorrido los muros donde había expuestas fotografías de gente mirando cuadros.

Una exposición puede ser un suceso, una tregua, el viento fuera, tu tarde entre las sombras que otro vio y tal vez evocar impresiones futuras, ese punto hacia donde señalan una rodilla y un empeine, la mano que, en la melena, busca una rama. Un suceso, un acontecimiento en miniatura y, sin embargo, es poco. El arte ha de ser más o ser nada. Merendar, ver museos, viajar en automóvil, descolgar el teléfono, ir al banco, comprarse un paraguas: el mundo nos sucede, se mueve ante nosotros, en nosotros, y ya no hay espacio para la acción sino sólo para una sucesión continuada de gestos sin destino, movimientos cuyo único objetivo es llegar al movimiento siguiente. El arte ha de ser más.

El arte es el espacio que hoy tenemos para representar la realidad y no para presentarla, tal como hacen los medios de comunicación, los parabrisas, las tiendas, la publicidad. Presentar, poner una cosa en presencia de alguien, el mundo que hemos creado pone las cosas en nuestra presencia sin que las hayamos elegido, sin que apenas hayamos establecido alguna relación con ellas antes de verlas partir. Como un programa de televisión, como las series de postes de luz cerca de la autopista, la realidad pasa delante de nosotros y crea sólo el vínculo de una presencia fugaz. El arte, en cambio, nos obliga, o puede, al menos, obligarnos. El arte no nos presenta la realidad sino que la representa, hace presente aquello que no está, según la definición del diccionario, "con palabras o figuras que la imaginación retiene". ¿Para qué las retiene? ¿En nuestro tiempo compulsivo, en nuestra vida devoradora de reuniones y llamadas y actividades y noticias, para qué queremos aquello que no está? El arte habrá de dar respuesta a esa pregunta o bien desaparecer, confundirse con el movimiento incesante, que sea comprar un libro, o una entrada al museo, matar la tarde, vender dinero a cambio de un horario impuesto por lo espectacular.

¿Para qué queremos aquello que no está ahora y que no estará nunca, aquello que nunca podremos usar, consumir, tener? Porque nunca tendremos a la mujer del cuadro, nunca viajaremos en la nave de Ulises, nunca poseeremos el parque que pintó Georges Braque, aun cuando poseyéramos el lienzo o el parque mismo. Esa mujer, ese parque fueron pintados, ese viaje en la nave fue descrito, para contarnos algo. Había algo que debíamos saber, algo que nunca podría habernos sido explicado de otro modo. Sigue habiéndolo. Lo llamaré la conciencia del presente construido. Aprendimos, por la historia, que el ayer era distinto del hoy y del mañana. ¿Pero cómo hubiéramos podido aprender que el presente era distinto del presente, que el momento vivido no era sólo un segmento en la línea temporal de la existencia sino también el resultado de una operación elegida, de una voluntaria organización de la realidad?

Existe un punto de intersección donde se cortan el tiempo necesario de la naturaleza y el instante pintado; en ese punto se inscriben nuestras vidas. Cae hacia abajo una piedra arrojada desde las torres y llega al suelo, y rueda un poco y después se detiene. La vida de los hombres y mujeres sería como esa piedra si no supiéramos que es posible pintarla, que es posible detenerla y concebir otras caídas, otros suelos y otras torres. Y así como el retrato de Giovanna Tornabuoni es distinto de la dama retratada, cabe pensar que no existe una Giovanna natural pues, acaso en menor grado que el pintor pero no sin intención, también Giovanna elegía sus vestidos, su expresión, la alacena del fondo y, al abrir la ventana graduaba la luz. Componemos los instantes. Es cierto que nos falta la precisión, la calma, la extremada lógica con que el artista compone las situaciones de sus novelas, el encuadre o la iluminación de sus fotografías. Pero aún así los componemos, los organizamos igual que hemos compuesto y organizado las ciudades, las bodegas, la educación general básica. El arte no es un mundo superior, no es tampoco un espejo, el arte cumple un cometido en cada sociedad y cambia. Y en nuestra sociedad el arte, conviene escribirlo, es un aval, es uno de los últimos avales, es la garantía o el recuerdo de que el mundo no está formado sólo por una veloz sucesión de acontecimientos ilógicos y codiciosos.

La expresión de un rostro cambia a cada momento, es provisional, distinta según quien la fotografíe o pinte. Las trayectorias de unos cuantos personajes pueden ser contadas saltándose unas partes u otras, desde unos criterios u otros. Pero cuando el pintor pinta su retrato, cuando el autor estructura una novela a partir de ese conjunto de trayectorias, cuando el fotógrafo escoge un encuadre y lo fija y lo dibuja con la luz, retrato, novela y fotografía se erigen como un presente eterno y construido, dotado de intención. Tal vez no coincida exactamente con la intención del fotógrafo, del pintor, del novelista: una buena obra siempre multiplica los significados, la red de relaciones que concibió el autor. No importa, se trata de escuchar, se trata de advertir que en cada obra, como en un tren correo viajan cartas, cartas que se hacen públicas, cartas que quieren decir.

 

fragment de Miradores de Belén Gopegui en Cualladó. Puntos de vista Catàleg de l'exposició celebrada al Museo Thyssen-Bornemisza del 19 d'octubre de 1995 al 14 de gener de 1996. Madrid 1995

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